PsicoLógica

La guerra contra el bullying, o la autodestrucción de una sociedad (primera parte)

El concepto de bullying hace referencia al acoso o abuso por parte de un individuo más fuerte, o de un grupo de individuos, dirigido hacia un individuo, o grupo de individuos, más débiles, o en una posición de desventaja. Por definición, es una situación donde se aprecia un claro desequilibrio entre las fuerzas de ambas partes implicadas, y en la que una de las partes se vale de esta descompensación para conseguir un fin concreto, cuyo valor será definido de manera subjetiva.

El término bully viene del inglés y hace referencia al abusón o a la parte más fuerte y que saldrá más beneficiada de este intercambio. Es el perpetrador del abuso. El arquetipo que se ha demonizado en nuestra sociedad; hoy estamos aquí para reivindicar su figura, su valor, su significación para nosotros como comunidad, su papel y sus servicios. Hoy estamos aquí para hacer apología del bullying.

Difícil saber hasta donde tenemos que echar la vista atrás para encontrar el origen de la fascinación de nuestra sociedad con identificar y destruir al bully de turno. Muy probablemente esto venga de lejos, muy de lejos. Tan lejos como nosotros mismos, y el concepto de sociedad per se. Pero retroceder tanto sería contraproducente para el propósito de hoy, que no es otro que definir el momento en que se le declaró enemigo público y se comenzó a perseguirle por lo civil y por lo criminal.

El siglo XX es una época tan bárbara como otra cualquiera. ¿Qué siglo, pregunto, de la historia escrita y registrada de la raza humana, ya sea en oriente o en occidente, ha estado libre de penurias, miseria, violencia y destrucción sin mesura ? Ninguna. Es parte de nuestra idiosincrasia como especie – quizá parte de la idiosincrasia de todas las especies. Quizá parte de la idiosincrasia de la realidad. Pero el siglo pasado se posiciona en primer lugar en la lista de los siglos más espeluznantes de todos los tiempos por varios motivos. El primero, porque es el más reciente, y ya sabemos cuan poderoso puede llegar a ser el efecto de recencia. Segundo, porque es del que más registros tenemos, tanto escritos como orales y, sobre todo, visuales. Este es el tercer y más importante motivo: la desolación y la crueldad de las dos guerras mundiales que nos azotaron durante el siglo pasado, a la que podemos añadir las generadas a partir de algunos de los regímenes políticos más desastrosos de nuestra historia, como el comunismo de la Unión Soviética o la China de Mao Tse Tung, o las despiadadas dictaduras militares en África, Sudamérica o el sudeste asiático, han generado material audiovisual para hacer temblar de miedo y tener pesadillas al mismísimo Chuck Norris.

Al más puro estilo Kubrick en La Naranja Mecánica, hemos sido sacudidos y azotados por la continua reproducción visual de imágenes violentas, oscuras y macabras para nuestro entretenimiento, y, sedientos de acción, hemos seguido pidiendo más. Cuando las imágenes reales de muerte y abuso de poder dejaron de ser suficiente para saciar nuestro goloso apetito sádico, el cine y la televisión tomaron el mando de la situación y continuaron bombeando basura bélica, tétrica y/o mezquina para nuestro deleite. Cuando, once again, nos pasamos por la piedra a toda la violencia que los directores fueron capaces de producir, llegó el momento de los videojuegos. Hoy en día, además del amplio archivo de imágenes reales, películas y series de televisión creadas por y para la violencia, y videojuegos que permiten a los más pequeños (y no tan pequeños, a los más curtiditos también – esas legiones de adictos a los videojuegos que se iniciaron desde bien jóvenes gracias a la indulgencia de padres vagos e inconscientes y la insistencia de las compañías, y que continuarán durante toda su vida enganchados a perder el tiempo de manera compulsiva) satisfacer sus impulsos violentos sin salir del salón, o el sótano, de casa, son tan esenciales para nuestro bienestar como el comer, el beber o el dormir.

Desde mediados del siglo pasado, en nuestra sociedad occidental, el consumismo se ha hecho rey absoluto del territorio. Las diferentes marcas, a través de sus campañas de publicidad diseñadas por personas más listas que tú y que yo, han ofrecido un sinfín de productos innecesarios de una manera atractiva y a precios muy competitivos. En algo tendrás que gastar ese dinero que te acaban de dar en ese trabajo de mierda que tanto odias y que a nadie le importa. Hay que mantener la rueda girando, aunque no vaya hacia ninguna parte. Sí, la sociedad no es más que un puto hámster.

Es este consumismo el que ha puesto al individuo en el centro del punto de mira, y le ha hecho creer que todo este circo se ha creado para él, para su disfrute personal y exclusivo. Te han hecho creer que eres el prota. Que tu opinión importa. La tuya y la de tus padres, que fueron las primeras víctimas de este flagrante engaño.

Nuestros padres, hijos a su vez de una generación que tuvo que enfrentar la más miserable y absoluta de las barbaries. El auténtico cataclismo que representaron las dos guerras mundiales back to back sacudieron la psique y el alma de nuestros abuelos, por no hablar de sus estómagos. Las penurias que atravesaron y de las que fueron capaces de salir les situó en la línea de salida de una nueva época: el auge de la sociedad capitalista.

Golpeados por el miedo y el temor, y con un estrés postraumático de campeonato, nuestros abuelos protegieron a nuestros padres todo lo que pudieron y más, haciendo todo lo posible por evitar que tomaran conciencia de hasta qué niveles de sinsentido y terror podemos llegar si nos abandonamos lo suficiente. Cuando nuestros padres crecieron, lo hicieron acunados en el nuevo y flamante mundo consumista que brindó a nuestros abuelos la oportunidad de procurar una vida mejor para sus vástagos. Cuando nuestros padres llegaron hasta donde tenían que llegar, aparecemos nosotros.

A partir de todos estos ingredientes (administración constante de estímulos negativos, presentación continua de elementos distractorios a través del comercio y el entretenimiento, generación deliberada de sentimientos de culpa y pre-ocupación que favorecen la sobreprotección) nuestros padres se convierten en la primera generación de la historia reciente en pensar que tienen derecho a, por defecto. En creer que el mundo es, en efecto, su patio de recreo. Su lugar para expresarse, y hacer y deshacer a su antojo. Y bajo estas engañosas premisas crecimos nosotros, los hijos de finales del siglo XX.

En esa sociedad que se estaba construyendo, y cuyas desastrosas consecuencias comienzan a ser evidentes e innegables, se había producido un cambio de paradigma: el mundo no está aquí para cambiarnos a nosotros – nosotros estamos aquí para cambiar el mundo. Se deja de aceptar la premisa de que la vida es un proceso de aprendizaje y adaptación, y se afirma que es nuestro trabajo moldear nuestro mundo y cambiar todos los aspectos del mismo que no nos gustan. Más allá incluso, se defiende que tenemos derecho a semejante osadía. My, oh my …

Desde este prisma, la figura del abusón cobra relevancia. Pero una relevancia negativa. Tradicionalmente, el oficio de bully o abusón ni siquiera contaba con una tradición. Era algo tan evidentemente humano que no era necesario ponerle nombre. El bully representa, como símbolo, a la vida yendo en dirección contraria a ti. Representa lo inconveniente, lo inesperado, lo imprevisto. Representa eso que tenemos que aprender a reconocer, enfrentar y superar en orden de seguir adelante con nuestra vida, aprendiendo de paso una valiosa lección que, con suerte, nos ayudará a superar situaciones similares en el futuro, evitándonos problemas y haciendo el recorrigo progresivamente más llevadero.

El que les escribe nunca sufrió bullying en el colegio, por lo que soy consciente de que quizá sea un poco condescendiente e insensible al indudablemente trágico sufrimiento de todos aquellos afectados por este terrible fenómeno (nótese el sarcasmo, por favor). Y, en el caso de haberlo sufrido, a buen seguro no lo recordaría así. Y mucho menos le pondría un ridículo nombre.

Como niños y jóvenes, salir a la calle y relacionarte con tus iguales era, en sí mismo, una guerra abierta y que se libraba a diario. Salir del confort y la seguridad que ofrecían los muros de tu hogar, tan llenito de mimos y placeres, representaba salir a enfrentar lo desconocido. Era esta la guerra por labrar tu identidad, por construir tu mundo y sus concepciones, y era perfectamente razonable, así no fuéramos capaces de expresarlo explícitamente, que no todo estuviera a nuestro favor. No había siquiera lugar a pensar por qué no todos los vientos eran, como decimos, favorables. Era parte del juego. No puedes nadar sin mojarte ni boxear sin que te peguen. De la misma manera, no puedes vivir sin sufrir. Este es un axioma de la existencia, y es una lección que conviene aprender cuanto más joven, mejor. Dios te libre de alcanzar la edad adulta creyendo que tienes derecho a ir por ahí sin que nunca nada contradiga tus deseos.

Y es que esa es otra de las palabras claves de todo el embrujo, y una que escuchará usted repetir de manera constante por ahí. Derechos. Nuestra sociedad está obsesionada con sus derechos. Estamos tan enamorados de nuestra propia sombra que, en un intento más por intentar agradarnos a nosotros mismos, no paramos de reivindicar nuestros derechos. No nos damos cuenta de lo insidiosamente peligroso que puede resultar este juego.

Derechos y responsabilidades son las dos caras de la misma moneda, y el delicado equilibrio sobre el que se construye y en el que se sostiene el contrato social que da forma a nuestro estilo de vida en sociedad. De la misma manera que tenemos derecho a que nadie nos ataque, tenemos la responsabilidad de no atacar a nadie. Hasta aquí todo normal.

Pero es que también tenemos la responsabilidad de defendernos. Tenemos la responsabilidad de defendernos.

No deberíamos sentarnos y esperar a que otras personas, compungidas por sus propias responsabilidades, satisfagan nuestros derechos y no nos ataquen de ninguna manera. No tenemos derecho, por mucho que nos pese, y aunque suene extraño, a que no nos ataquen. Sólo tenemos la responsabilidad (y el derecho, qué cojones, aquí sí) de defendernos.

Nuestra cultura se ha vuelto adicta al drama, y denunciar injusticias es una costumbre de los más placentera y adictiva. Embelesados y conmovidos por la penita generada a raíz del recuerdo de los movimientos sociales que dieron voz al sufrimiento de los colectivos minoritarios durante el siglo pasado, nuestra generación creció, gracias al cine y la televisión, que siempre tiene que tergiversar lo valioso hasta convertirlo en hortera, fascinada con la lucha, y se empeña en replicar estos ideales reivindicativos en situaciones que no los demandan en absoluto. Muchos de los movimientos sociales con más repercusión en la actualidad tienen su origen en la segunda mitad del siglo XX, y habiendo superado ya con creces sus legítimos e importantes objetivos iniciales, se han convertido en sombras de lo que originalmente fueron, arrastrándose por nuestros días en una suerte de masa homogénea en busca de conformidad y lástima. Y son muchos los que hacen política de ello.

La política, el cine, y la música del siglo pasado hicieron volar la imaginación de toda una generación que sentía culpabilidad y rabia a partes iguales: culpabilidad porque se sentía (y nos hicieron sentir, vale la pena añadir) responsable por haber obviado el sufrimiento de otros, y rabia porque nuestro desproporcionado y ambicioso ego desearía sentir que, nosotros también, somos unas pobres víctimas cuyo sufrimiento merece atención y reconocimiento. Y quizá, incluso un post como homenaje en Instagram.

La culpabilidad es uno de los rasgos centrales de una generación, la nuestra, la mía, la tuya, que se siente a la vez verdugo y víctima. Verdugo porque hemos heredado y disfrutado un mundo corrompido por nuestros antecesores, y víctimas por la misma razón. Esta es la narrativa predominante, y es una trampa tan bien diseñada que es prácticamente imposible escapar de ella. Requiere una cantidad enorme de energía mental de la que a duras penas disponemos hoy en día entre tanto ruido y desorden.

Desde esta mentalidad victimista, que tan bien conecta con nuestro miedo original y con nuestras dudas existenciales (y universales, y deliberadamente ignoradas), hemos creado una sociedad de derechos. Y hemos tratado – y tratamos activamente – de eliminar todos aquellos elementos indeseables que nos priven de nuestro derecho a vivir una vida en la que podamos pasearnos de principio a fin sin sufrir nunca, jamás, jamás de los jamases, Dios nos libre, perjuicio de ninguna clase.

Decíamos antes que el consumismo y el modelo capitalista ponen al individuo en el centro del punto de mira. Este masaje constante a nuestro ego nos satisface hasta el extremo, y compramos esta versión manipulada de la historia con los ojos cerrados, sin pensarlo dos veces: el mundo va de mi. Mis sentimientos importan. Nadie tiene derecho a ir en contra de ellos, o en mi contra. En definitiva, el mundo es mío, y todo aquel al que no le parezca bien todo lo que digo y pienso, es sinónimo de censura y abuso. Es mi enemigo declarado.

Ya no queda, desde este prisma, lugar para el bullying. Lugar para el abusón. Y esto es una tragedia social de proporciones bíblicas. Decía el cómico que en el ambiente escolar y educativo existen dos tipos de maestro: los profesores y los abusones – y es sólo el tipo de conocimientos derivados de éstos últimos el que nos será de ayuda en el mundo real.

No me malinterprete. Está muy bien conocer todos los ríos de España, aprender qué es el mínimo común múltiple o el máximo común denominador, o a diferenciar entre diptongos e hiatos. Pero es mucho más importante aún aprender a hacerte valer y respetar, así como reconocer el valor de otros y mostrar respeto, por las buenas o por las malas. Enfrentar todo aquello que va en tu contra, que no colabora con tus objetivos, que representa un estorbo y un impedimento para tu desarrollo. Sacar buenas notas y acumular conocimientos teóricos con la intención de utilizarlos en la práctica es necesario, pero aprender a tratar con personas diferentes, y aprender a superar los obstáculos que pueden nacer a partir de tal situación, es esencial. Nuestra supervivencia social está en juego.

No hacemos ningún favor a nadie intentando eliminar las dificultades de su vida. Sólo le dejamos manco, cojo, inválido, ya que le arrebatamos lo que, por naturaleza y derecho divino, le corresponde; la capacidad para hacer valer sus propios intereses frente a las demandas e injerencias externas (ese término que tanto arrasa entre los motivos para acudir a consulta, la dichosa asertividad). De la misma manera, ofreciendo refugio y eliminando elementos adversos de la vida de las personas, les estamos negando la valiosa enseñanza que viene acompañada del hecho de que querer no es poder. Otra de las grandes mentiras de la historia reciente, pues ninguna otra generación ha sido tan estúpida como para defender una idea tan ridícula. No es más que otra artimaña comercial, como eso de que ‘el desayuno es la comida más importante del día’. Sí, en opinión de Kellogg’s desde luego que lo es. DUH.

Querer no es poder. No tenemos derecho a vivir en un mundo donde nuestra voluntad es la norma. Sencillamente no es así como funciona el juego, por mucho que nos hayan contado que sí. No debe usted procurar una vida sin agobios ni vicisitudes, sin inconvenientes ni fastidios, sin miedo ni dolor, para sus hijos. Es, por definición, imposible, por mucho que nos empeñemos en crear un mundo artificial. Lo máximo a lo que usted puede aspirar en relación al bienestar de sus hijos es a que tengan la entereza, la fortaleza y la sabiduría para enfrentar los momentos bajos de la vida y encajar sus golpes más certeros con la capacidad de seguir adelante, y de transformarse en una mejor persona gracias, precisamente, a estas lecciones. Nadie ha crecido como persona ni se ha superado a sí mismo a base de disfrutar de sus derechos.

Y es que las dificultades son la manera en que la vida nos fortalece y nos hace crecer, que es el sentido mismo de nuestra existencia. Crecer como individuos y como comunidad. Ahí está el peligro de una sociedad tan ignorante como para pensar que puede manipular las reglas de la partida para configurar un mundo libre de peligro, dolor y sufrimiento. Ese mundo feliz del que nos alertaba Aldous Huxley. Los potenciales perjuicios del inevitable fracaso de este patético modelo de sociedad, donde la seguridad se consigue no mediante la expansión de nuestras capacidades sino mediante la supresión de aspectos indeseables de la realidad, son más tenebrosos incluso que los motivos que propiciaron la creación de este ingenuo estado del bienestar en el primer lugar.

No pida a los cielos problemas ligeros, pida en su lugar una espalda fuerte para poder cargar con ellos, tan pesados como tengan que ser. En nuestra sociedad, obsesionada con los chutes de dopamina inmediatos, ya casi no queda lugar para apreciar el valor de la gratificación retrasada. O, como decían nuestros mayores, para reconocer que, evidentemente, hay que sembrar para recoger. Pretender recoger por recoger, por derecho divino. Ese es nuestro legado. Pero estamos a tiempo. Estamos a tiempo.

Texto de Tarek Morales

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