Con voz propia PsicoLógica

Desinformado

Que levante la mano el que alguna vez se haya visto envuelto en alguna de las siguientes conversaciones:

– Qué pasada el último disco de (Inserte aquí el nombre del primer grupo de mierda que se le ocurra)

– Ah, si, ya lo había escuchado

Fin de la conversación

– Has visto la última ? Ahora el gobierno va a sacar una ley para (Inserte aquí el primer mamoneo político que le venga a la mente)

– Ah, sí, ya me había enterado.

Fin de la conversación

Y sigue así la cosa. Creo que entiende a lo que me refiero. Igual los ejemplos son un tanto simplones. Pero creo que entiende a lo que me refiero. En el primer caso, la intención del sujeto a no era comprobar si el sujeto b estaba al tanto de la última bazofia musical que te quieran colar, sino iniciar y mantener una entretenida conversación acerca de las impresiones que la pieza pueda suscitar en ambos camaradas. En el segundo, la intención del sujeto a no era corroborar el grado de eficacia de las capacidades de escucha y asimilación del sujeto b, sino entrar en detalle y por la puerta grande a destripar concienzudamente al político o políticos de turno como castigo poético a su enésima metedura de zarpa.

Pero en ambos casos, el sujeto b se muestra más preocupado por demostrar que ya estaba más que enterado de tales menesteres, que por desarrollar una conversación potable acerca de estos temas de indudable importancia para el devenir de nuestra sociedad – y del universo entero, qué coño. Ambos ejemplos se distinguen por su sencillez, la misma sencillez que les otorga la capacidad de traducirse en cualquier situación cotidiana que usted haya mantenido o vaya a mantener en líneas similares con el primer compatriota que se le ocurra.

¿De dónde sale este impulso de hacer querer saber al otro que sabemos de todo, o, como mínimo, que sabemos tanto como él? Y no hablo en términos intelectuales – la voluntad de hacer querer pensar que sabes más de lo que realmente sabes es un defecto congénito que afecta sólo a los más ilustres inútiles de la corporación de los imbéciles (aunque haríamos mal en no reconocer que su fundamento puede estar en simetría con el fenómeno del que hemos venido a hablar hoy). Hablo de la necesidad de demostrar a toque de silbato que estamos al tanto de los devenires de la tribu, de convidar la imagen de absoluta sincronicidad con la actualidad y las noticias centrales que afectan al bien común. Eso es algo que en mayor o menor medida todos hacemos, y eso es algo que todos hacemos sin medida alguna si no somos capaces de tomar conciencia de ello para rebajar nuestra auto exigencia evolutiva.

Porque eso es lo que es, señores. Sin más. Una exigencia evolutiva, esto es, auto-impuesta. Pero por tu bien. Tú mismo velando por tus propios intereses, más allá de lo que tú puedas pensar al respecto. Durante eones, ha sido un requerimiento indispensable para ser miembro de la manada el estar conectado con la más rabiosa novedad, con los aspectos y fenómenos centrales, siempre cambiantes, que dan forma al esquema de nuestras estructuras sociales. Fallar en esta tarea era sinónimo de muerte, social o literal. O bien eres explícitamente dejado atrás, pues tu demencial y enfermiza desconexión de la realidad te hace inoperante and good for nothing para el total de la comunidad, o bien no cuentas con la prístina clarividencia que otorga el conocimiento y la capacidad de atención como para poder ver venir, con el tiempo suficiente, un complot, una conspiración, una horda plural o singular que trama y ejecuta para quitarte de en medio. Por imbécil. Y a nadie le dan ni le han dado nunca pena los imbéciles.

El ser humano ha evolucionado como sociedad a una velocidad tal que ha superado por una incalculable proporción la velocidad a la que nuestros sistemas internos han sido capaces de adaptarse. Esto es, mantenemos costumbres y tendencias más cercanas al puto pleistoceno que a la era de la realidad virtual. Estamos equipados de herramientas para sobrevivir en las situaciones más hostiles y adversas, muy alejadas ya del mundo de comodidades y buenos modales que estamos empeñados en prefabricar. La enumeración de algunas de estas costumbres y tendencias daría (y vaya que si ha dado) para escribir libros y panfletos de antropología y psicología como para reconstruir la biblioteca de Alejandría un par de veces.

Como individuo no te puedes mostrar desconectado de la realidad grupal, arriesgando en esta acción un amplio abanico de consecuencias que ocupan desde la pérdida de una posición medianamente digna dentro de la comuna hasta tu completa obliteración. Y tradicionalmente tampoco es que se pueda decir que siquiera cabía lugar para plantear semejante osadía/estupidez, pues la manera en que nos comportábamos antes del big bang del último siglo era más acorde con lo que se puede esperar de una comunidad que se autodefine como sostenible, y las personas estaban obligadas a relacionarse con su entorno social de una manera u otra.

Hoy por hoy, en 2021, esta premisa se pone en duda a poco que uno echa la vista a pasear por la ciudad. La individualidad es una de las máximas de una sociedad que se autodefine como consumista y capitalista. No quiere esto decir que ambas orientaciones tengan que ser por defecto negativas, ni que no se compongan de una cantidad significativa de elementos positivos, pero la manera a la que nos hemos entregado a ejemplificar sus preceptos dista mucho de ser razonable.

El sectarismo es hijo de la individualidad, y, disfrazado de vocación comunitaria, nos convierte en esclavos de nosotros mismos. De nuestra manera de ver la realidad, que se abre paso de manera voraz en un intento constante por amoldar el mundo a nuestra bizarra estrechez de miras. Nos esforzamos por crear comunidades que sólo existen en nuestra cabeza y en la de los que comparten el mismo embrujo, y, a la vez, renegamos de las que nos vemos obligados a formar parte con rotundidad. Es un día peligroso aquel en el que el vecino de arriba, por definición nuestro sinónimo social más evidente, se convierte en enemigo visceral, mientras que juramos y perjuramos defender (desde el salón de casa, eso sí) los intereses de personas y comunidades de las que a duras penas hemos oído hablar y de las que definitivamente no sabemos nada de nada – que ni hemos conocido ni conoceremos, que están envueltas en situaciones que ni entendemos ni entenderemos – pero cuyo sufrimiento quizá, sólo quizá, encuentre su raíz en elementos originales que destacan por contener la misma visceralidad que a nosotros, aquí, nos ha llevado a renegar de nosotros mismos en el primer lugar.

Desde esta posición de sectarismo individualista, o como coño lo quiera usted llamar, mostrarte desentendido de la realidad es un placer reservado para los locos y los extravagantes. Y quizá admisible y confesable entre amigos. Y desde luego accesible para los que son al menos un poco conscientes de su propio funcionamiento interno. Pero como decimos, el impulso es evolutivo y, por lo tanto, inherentemente espontáneo, y sólo regulable mediante la conciencia. Y esta gestión se antoja esencial si pretendemos mantener nuestra estabilidad mental y emocional en el mundo de la sobreinformación, la desinformación y la constante avalancha de efervescente y frívola actualidad.

Así pues, se encuentra uno en la desembocadura de un río que alcanza dos nuevos océanos de tranquilidad. Dos nuevas posiciones desde las que comprender el mundo y sus mezquinas formas. Por una parte, debemos ser capaces de controlar nuestro impulso ancestral hacia, no solo estar informados, sino sobre todo y más importante, transmitir la noción al otro de que lo estamos. Hoy por hoy es imposible dar abasto. La manera en que nuestra sociedad se empeña en mantenerse hiperconectada no ofrece el soporte ni la anchura necesarios como para poder llevar un equilibrio entre los estímulos que recibimos y los recursos de los que disponemos para digerirlos, absorberlos y transformarlos en combustible. Por no hablar del hecho de que la inmensa mayoría de la información que recibimos es de carácter trivial y efímero, responde a intereses comerciales antes que divulgativos, y en la práctica totalidad de los casos carece de valor alguno para nosotros. Los medios de comunicación, al unísono, producen tal cantidad de residuo orgánico por minuto a nivel global que su desempeño ha sepultado y enterrado su función original bajo varias capas de mierda. La solución más saludable al problema de la intoxicación por información es la determinación de mantener el control sobre nuestros impulsos, y hacer oídos sordos a lo que nos cuentan, por mucho que lo repitan a grito pelado y por mucho que nos pique la curiosidad o el ansia de saber. A nadie le importa si han atracado una gasolinera en Los Ángeles o no.

Por otra parte, debemos mostrarnos tolerantes con la incapacidad del prójimo para desconectar del invasivo caudal de las cosas, sobre el que se ha levantado un lucrativo imperio económico. Debemos ser capaces de entender que su incansable voluntad por mostrar su mejor versión en lo que se refiere a mostrar su conexión con lo que pueda llegar a ser considerado como relevante nace de una imparable necesidad de sobrevivir. De afirmar su valor como pieza válida del equipo. Y, en última instancia, de transmitirte a ti, la persona que está siendo irritada por la antagonista costumbre del sujeto b en su penúltima demostración de insolencia, que te valora lo suficiente como para querer (de manera inconsciente) demostrarte que es un miembro útil de la tribu. And that’s love. ¿O miedo? ¿Respeto? Sí, respeto va bien.

En definitiva, cuídese del ruido y la furia que nos anunciaba Faulkner. Proteja sus oídos, y por ende, sus pensamientos y sus emociones, su serenidad, su condenada libertad para elegir sus propios putos problemas, su derecho divino, maldita sea. La vida parece un ciclo en el que uno no piensa nada de nada, luego piensa que todo el mundo es gilipollas, luego piensa que es uno mismo el que es gilipollas, y luego no piensa nada de nada. Un ciclo de guerra y paz, de altanería y humildad, de ansiedad y depresión, de más serenidad y menos serenidad, que nos afecta a todos los que vivimos para irlo contando. Un ciclo que se repite, si, pero también se mueve, está vivo y hace camino sobre unos raíles que nos llevan hacia arriba o hacia abajo en función de nuestra capacidad de orientación. Y eso es lo que algunos tratan de nublar, pues para los invidentes y los incapaces el aquí y ahora es el único espacio donde radica la belleza. No deje que hagan negocio con su estabilidad. No intente estar siempre informado – si algo es lo suficientemente importante, se enterará. De la misma manera, no busque aislarse del grupo, o no será capaz de ver la mano que se aproxima por detrás con nefastas intenciones. Mantenga un equilibrio. Y no se deje joder el zen por los impertinentes automatismos del vecino. No es culpa suya. Pero a nadie le dan ni le han dado nunca pena los imbéciles, ¿verdad?

Texto de Tarek Morales

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