Con voz propia

El cadáver de la novia, 1ª parte

La sangre se escurría por debajo de la puerta del baño hasta teñir de rojo los flecos del tapiz persa que descansaba sobre el parqué de la habitación de Marcela. La mancha se estiró directo hasta tocar la punta de las topper celestes de Sandra, como pidiéndole disculpas.

Hacía poco que Marcela había redecorado su cuarto de recién divorciada. Las paredes tenían ahora un empapelado de florcitas rosas y había hecho sacar las alfombras que lo hacían parecer una habitación de hotel de una peli de Olmedo y Porcel dejando en su lugar, el piso de madera recién pulida que cubrió con un tapiz persa de colores vivos que compró en San Telmo.

Quería borrar del cuarto todo rastro de Eduardo, no soportaba ni un segundo más seguir durmiendo en la misma cama en la cual durante veinte años durmió abrazada a su marido.

Eduardo se había ido de un día para el otro, sin dar demasiadas explicaciones. Era un tipo de pocas palabras pero de hechos contundentes: se mandó a mudar con su secretaria, veinte años más joven.

Marcela se enteró en el momento en que la decisión ya estaba tomada. No había nada que discutir y ni una palabra más que hablar. Veinte años terminados en total silencio fue demasiado para digerir de golpe.

Sandra era una adolescente de dieciséis años cuando Eduardo se fue de casa. No le sorprendió su huida, si ella hubiera podido, también hubiera escapado de la tiranía de Marcela que competía constantemente con ella por la atención de Eduardo. Sandra creía que a Marcela le hubiera sido más fácil la vida si ella no hubiera existido y Marcela tampoco hacía suficiente por demostrarle lo contrario.

Era de esperar que el último desayuno de Marcela fuera una bala.

Marcela quería que Sandra fuera una chica fina que encaje dentro de los cánones sociales de la época, pero Sandra no era nada de lo que su madre esperaba de ella. Por empezar, no le importaba en absoluto la estética ni la moda.

No había querido hacer fiesta de quince para no usar vestido y más que nada, para no darle el gusto a su madre, que quería mostrarla como si fuera un trofeo de plástico de esos que daban en la pista de patinaje Winter cuando cumplías años.

A lo único que no pudo decir que no fue a empezar hockey en el Club Italiano, con las chicas de la alta sociedad de Caballito. Sandra odiaba hockey con toda su alma. Odiaba los partidos de los sábados a la mañana, los entrenamientos de los miércoles y las fiestas con los rugbiers del San Cirano. Además de eso, tenía un miedo tremendo a que la bocha le diera en la cara y le reventara un ojo. Lo cual terminó pasando.

Cuando Eduardo la fue a buscar a la guardia del Hospital Rivadavia donde la había derivado el SAME luego que se desmayara en pleno juego por el golpe, nunca más pisó un torneo de Hockey ni siguió frecuentando a las chicas del club que nunca habían sido sus amigas.

No sintió que perdía nada. Las chicas de hockey tenían otros intereses. Estaban demasiado preocupadas por pasar los sábados en la matinée de Cinema transando con algún gil con mocasines.

A Sandra le gustaba el rock. Leía Cerdos y Peces en el recreo del colegio de monjas, y los sábados mentía en su casa para ir a ver alguna banda que tocaba en Cemento. Virus y Los Redonditos de Ricota eran sus favoritas.

Carlos, un chico desgarbado que medía casi dos metros, con una nariz enorme y el pelo lacio que le tocaba los hombros, era su novio. No le había contado casi a nadie que estaban saliendo. Carlos tenía tres años menos.

¿Qué pensaría su mamá y sus amigas de hockey si se enterasen que ella salía con alguien tres años menor, y que siempre usaba la misma remera de SUMO?

Carlos se parecía un poco físicamente a Eduardo de joven. Eso era innegable. Seguro su padre podría entender la situación. Pero todavía no era momento de pensar en presentaciones, no había motivos para hacerlo.

El día que Eduardo se fue de casa era un domingo en pleno julio.

Hacía un frío que helaba la sangre en Buenos Aires. Sandra se enteró que su padre se había ido cuando volvió a casa después de estar toda la tarde con Carlos y sus amigos viendo pasar los trenes desde el puente de la estación Caballito.

Sandra y sus padres vivían en un tercer piso en la calle Doblas. Esa tarde, cuando Sandra abrió la puerta del ascensor, una suerte olor a humo se le pegó en la nariz. Venía claramente del cuarto de sus padres. Cuando corrió hasta la habitación asustada, Marcela ya estaba intentando apagar el fuego que se había iniciado en el colchón de la cama matrimonial.

-¡Mamá! ¡Qué pasó acá! Gritó Sandra mientras vaciaba una botella de agua sobre la almohada larga.

Esa que parecía obligar a las parejas a compartir absolutamente todo.

Su madre parecía ida. A veces, cuando no estaba bien, tomaba pastillas para dormir y fumaba. Fumaba mucho.

-No lo sé… me quedé dormida… se ve que la ceniza del pucho prendió y prendió… tu padre se fue. Dijo que no va a volver nunca más en la vida.

NUNCA MÁS EN LA VIDA resaltó, mientras se escuchaba cómo los bomberos abrían de una patada la puerta del departamento.

El fuego había alcanzado las paredes y el techo de la habitación. Todo estaba gris y mojado. Como si Marcela hubiera derramado toda su tristeza sobre su cuarto de casada.

Eduardo no volvió nunca, ni a buscar su ropa.

Es cierto que no hubiera tenido qué recuperar. Marcela aprovechó el incendio y mandó a Carmen, la mucama, a sacar toda su ropa al incinerador. Carmen aprovechó y se llevó las bolsas para su casa. Su hijo hacía tiempo que estaba buscando trabajo, y un traje de esos del señor le quedaría pintado para una entrevista. Jorge, el marido de Carmen, estaba demasiado gordo para usar la ropa del señor Eduardo. Quizá alguna corbata podría rescatar para el quince de su hija, ya se vería cuando llegara a casa, pensó Carmen mientras acomodaba la bolsa de ropa en el cuarto de servicio.

Carmen llamó rápido a Jorge desde el teléfono del living antes de poner el quinto lavarropas con la ropa de Marcela que olía a humo y tristeza. Jorge la pasaría a buscar a las siete. Debería cerrar el taller mecánico un rato antes de las cinco, porque de José C Paz a Caballito había un viaje largo.

Carmen y Jorge hacían todo el uno por el otro, eran un equipo. Habían criado a dos hijos sanos a los que les gustaba mucho el estudio y poco la joda.

La iglesia evangelista del barrio y la mano dura de Carmen los había adoctrinado bien. No como Sandrita, que no hacía más que darle disgustos a sus padres – contaba Carmen a su marido mientras volvían a casa en el Renault 12 celeste que habían podido comprar ese año.

“Dios le da pan al que no tiene dientes”, decía Carmen cada vez que Sandra se quejaba porque no quería usar los buzos blancos de John L Cook que le compraba su madre, y, en cambio, andaba siempre con esa ropa negra y andrajosa.

Carmen sabía bien que esa familia estaba podrida, podrida.

La señora tomaba el triple de pastillas tranquilizantes de lo que su marido sospechaba. Hacía años que Marcela se levantaba a las tres de la tarde, justo antes de que Sandrita llegara del colegio.

Ahora que la nena ya estaba grande y pisaba poco la casa, la cosa se había puesto aún peor.

No le asombraba en absoluto que en una distracción prendiera fuego la casa entera.

Mientras Carmen ponía el quinto lavarropas, Marcela dormía profundamente en la cama de Sandra, que una vez que se fueron los bomberos, se cambió la chomba del colegio por una remera de Los Abuelos de la Nada y salió corriendo para lo de Carlos, ya con los walkman puestos.

-¡Carlos, Carlos! Soy yo, boludo, !abrime!– Carlos bajó el volumen de la tele de su cuarto y subió la persiana que daba a la vereda. Ahí estaba Sandra, a las once de la noche. Algo no estaba nada bien.

Bajó a abrirle corriendo. Sus padres dormían del lado de la casa que daba al jardín, por lo que no escuchaban nada de lo que sucedía del lado de la calle. Varias veces Sandra había pasado la noche en su casa, sin que nadie se diera cuenta.

-Mi viejo se fue de casa y mi mamá prendió fuego su cuarto, fue un día tremendo. Lo único que quiero es esta acá con vos. Poné Un Baion para el Ojo Idiota, ya sé que no te gusta, pero a mi si. Hoy necesito no pensar- Dijo Sandra mientras se sacaba el jean Levis para meterse en la cama de Carlos.

-¡Qué quilombo! ¿Cómo te puedo ayudar?

-Vos sabes bien cómo me podes ayudar- dijo Sandra y se sentó encima de Carlos. Hicieron el amor en silencio. Carlos le tapaba la boca para que ningún sonido se escapara de la habitación.

Continuará …

Texto de Gisela MontiBohemia Librería. @bohemia.libreria / @gisela.monti

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